Don Israel, el policía secreto

Anduvo varios años en la vagancia llegando a comer y dormir a la casa de la madre, se levantaba a las 9 de la mañana a ver qué tenían las ollas, además le pedía dinero para ir al cine.

 

 

Por: Dr. Ranulfo Oswaldo Araya Rodas.

FUE HIJO DE LA SEÑORA PAVLOVA, Y POR HUÉRFANO DE PADRE LO LLEVARON A SERVIR DE NIÑO DE LA GUARDIA. El día que la señora Pavlova le sirvió arroz con camarones a un General, él le pidió la receta para que le prepararan el arroz en Casa Presidencial.

Agradecido por la deliciosa comida él le dijo: si tienes algo en que pueda ayudarte dímelo.

Ella le mencionó que era viuda joven y tenía tres hijos, una niña y dos varones, los cuales estaban en la edad de ser inquietos, viviendo con una tía abuela en San Pedro Nonualco, pueblo de calles empedradas, mientras la señora Pavlova se partía el espinazo para enviarles dinero y ropa.

Aunque ellos nunca lo vieron con gratitud, sino como una obligación y nunca reconocieron ese amor de madre, incluso cuando llegaron a ser bisabuelos, siempre iban a casa de la señora Pavlova para ver qué podían llevarse.

Ella le dijo que deseaba que sus hijos estuvieran en un lugar en donde tuvieran estudio, alimento y disciplina, para que fueran personas de bien. El general escribió una nota y se la dio.

– Con esto te ayudaré y sacarán provecho y serán hombres de bien.

Uno de esos muchachos era Israel, el otro se llamaba Concho, Conchito a secas. A la niña la ubicaron en un trabajo eventual en una fábrica de toallas. Pero hoy narraremos la vida de Israel “el policía secreto”.

Cuando llegó a la guardia tenía ocho años de edad, era un “malía”, travieso y haragán, acostumbrado a vivir en el campo, sumergiéndose en las pozas del río Amojapa, a veces ordeñaba una vaca y la llevaba a pastar en donde el dormía o se iba a cortar anonas, cocos y jocotes y algunas piñas.

En cuanto llegó lo raparon a coco, le dieron ropa verde olivo, lo levantaban a bañarse a las cinco de la mañana, y después a saludar el pabellón a las 6:00 a.m., desayunar y, desde luego, llevaba el periódico con los zapatos lustrados a los oficiales, iba a las aulas a aprender a leer y escribir, de tal manera que llegó a cuarto grado, pero el encierro y recibir órdenes de “ven para acá, que te pongas firme, de medio lado, a la izquierda, y otra vez a la reversa, y otra vez de firme” y las carreras de niño sin arma, obligó a la señora Pavlova a sacarlo, le prometió aprender albañilería y fontanería. Lo sacó.

Anduvo varios años en la vagancia llegando a comer y dormir a la casa de la madre, se levantaba a las 9 de la mañana a ver qué tenían las ollas, además le pedía dinero para ir al cine o para invitar a las amigas que enamoraba de la servidumbre en las casas de gente con recursos; ella, la señora Pavlova, un día lo puso en jaque:

– O te vas a presentar al cuartel o te vuelvo a enviar a la guardia.

Se presentó voluntario a la primera brigada de artillería Tte. Coronel: “Armando Cuchillas del Cañón”, ahí pasó año y medio, hasta que salió con una maleta de cuero de cerdo, una foto abrazando una ametralladora; más sereno y respetuoso.

Aprendió a la brava albañilería y algunas mañas de fontanería pero no le rendía mucho y teniendo mujer con tres hijos, en varias ocasiones se iba a refugiar en casa de la madre que se había vuelto a casar con un señor comerciante en cueros, don Francisco; Israel era bien recibido, con casa, pan y todo lo que un adolescente viejo pudiera disfrutar.

No gastaba en nada y salía a buscar trabajo hasta por seis meses. Nunca encontraba.

Varias veces tuvo que irse a la brava porque su mujer se discutía con la suegra, llegando a ofrecerse garrotazos una contra la otra, pero llegaron a señalarse con garrote en mano.

La mujer se llevaba hasta los calzones, cucharas y platos, que desde luego la señora Pavlova iba a recoger a un cuartito de un mesón conocido como “La Bolsa”, un laberinto de buhardillas en donde habitaban salteadores, vagos, estafadores que salían con saco y corbata y mujeres de oficio muy antiguo, la señora Pavlova iba con un listado minucioso a recuperar hasta los fustanes.

En 1969, durante la guerra entre El Salvador y Honduras llamaron de reserva a Israel y estuvo en las montañas fronterizas al pie de una ametralladora calibre .60, antiaérea; por comer o beber alimentos y agua contaminada de uno u otro bando, fue a parar al Hospital militar con tifus.

No tuvo el detalle modesto de enviar una carta a la madre o su mujer, y lo anduvieron buscando entre los caídos que llevaban al Estadio Flor Blanca. Lo más ridículo fue que esa guerra la titularon “ la guerra de las cien horas, o la guerra por un partido de fútbol”, por un gol ganador de Pipo Rodríguez.

Pero un día salió y, con la baja, llegó a casa de la madre con la mujer y los hijos, llevaba varios cartuchos calibre . 60, les sacaba la pólvora y hacia fogatas en las oscuras noches de toque de queda, en las oscuras noches mirando los murciélagos.

Llegó muy flaco aún con un casco verde olivo de baquelita, iba riéndose de sí mismo, mejor que el uniforme era para un soldado más grande y decía ser un héroe de la guerra por un gol.

Don Francisco antes de irse en la Barca de Oro lo recomendó en un trabajo con un turco muy amigo y que se invitaban a comer gusanos de queso fritos en aceite de oliva con vino “Cinzano”; y lo dejó bien ubicado, ahí le sirvió a don Isarel haber estado de alta en el ejército.

Lo nombraron vigilante nocturno de una fábrica de maletines y carteras, tenía buen sustento y hasta compró un terreno en un lugar llamado “Los Llanitos” en Ayutuxtepeque, y sus horas de ocio las dedicaba a sembrar maíz y frijoles de seda . Algunas veces tomaba algunos tragos de licor y brindaba con un perico chocoyo de la señora Pavlova, hasta que lo intoxicó y mató al animal borracho.

Cierto día llegaron dos adolescentes a su casa por invitación de él y los envió a un río con escaso cause en el verano, a recolectar cuatrocientas piedras pulidas para un muro, a cambio les dio la cena y un peso a cada uno. Esos adolescentes eran los huérfanos de don Francisco, quien le hizo tanto bien y ayudó en las duras y maduras, no bastó eso sino que también a uno de ellos lo llevó a ver un sembradío de maíz y le pidió le ayudara a cargar las redes con mazorcas; a propósito le colocó una red podrida que se rompió al ponerla sobre la espalda, de manera que el muchacho tuvo que ir en una ladera a recoger todas las mazorcas y colocarlas en otra red mientras Israel se reía.

– ¡Firme soldado!- le decía. Y firme se ponía el soldado de vigilante. De frente… march… decía.

Fue una gran escuela con semejante maestro de sinvergüenzas, se aprende mucho siendo huérfano, con ese nudo de no poder hablar, de no poder pedir porque nadie da ni agua.

Esa universidad de la orfandad es triste y da coraje que las leyes amparen esas injusticias. Que las leyes sean tan obtusas,   dan deseos de llegar a tener poder y saber tanto para intimidar a esas falsas leyes de la desgracia, de cambiarlas y rellenar los vacíos y ajusticiar a los gorrones y aprovechados, como hizo el General que le abrió camino al soldadito, de poner hincado en piedras a Israel, a los hermanos de don Francisco, a las mujeres de los hermanos, a las hijas de… los hermanos, y gritarles que son una mierda, aún muertos y más allá de la muerte.

Pero callando se escucha el habla de Dios. Y se escribe la historia.

Israel se jactaba de ser de la policía secreta y andaba con un arma del trabajo y se creía “Rambo”. No pasaba de tener un metro con cincuenta y ocho centímetros de estatura, de contar chistes que solo a él le daban risa, de piel lampiña, jactancioso y con modales de hipócrita educado, que incluso no visitaba a su propia madre que había vuelto a enviudar, a excepción de cuando necesitaba algo para el o su familia.

Cierta vez uno de los hijos de Israel estuvo en un penal y fue contagiado de tuberculosis, y el otro hermano de aquel se contaminó, transmitió esa enfermedad a un pequeño niño de seis meses de edad llamado “pirañita” porque devoraba hasta las cucharas.

Entonces si fue a buscar al que le dio la red podrida, y le pidió ayuda, este se las dio, porque una manera de humillar al vencido es dándole de comer del propio plato, viéndoles la lastima que dan los que humillaron en el pasado.

Bien dijo Carlos Puebla en Cuba, “y en eso llegó Fidel”, porque llegó a dar escarmiento y cátedra de justicia, de liderazgo liberal y un ejemplo de cómo se debe proceder con la decencia del humano, aunque tenga el color del azabache.

Se mantuvo don Israel como vigilante de un almacén de ventas de repuestos al salir de la fábrica y aún así pasó largos años jubilado y con una escopeta calibre 12 al hombro. A veces llegaba la madre de él a buscarlo para verlo y el sacaba un billete de cinco pesos, como si llegaban a cobrar el almuerzo.

Cuando volvía a beber decía que era de la “mera, mera policía secreta”. Le quedó estigma de camaleón. Dicen que lo han visto sembrando maíz y frijol en unas parcelas arrendadas en las laderas de San Ramón y que los nietos de él, hijos uno de sus hijos, una sola vez les dio una bolsa con dos libras de arroz y dos de frijoles y viven en un lugar de delincuentes en “La Ceiba Chilín”, en unas casitas de láminas a la orilla de los rieles para el tren que llegaba a un pueblo cercano a Nejapa.

Los niños huérfanos de ambos padres y olvidados por el policía secreto, don Israel el vendedor de ilusiones, y que sacó ventaja de algunas bondades de haberle dado de comer arroz con camarones a un General, el mismo que le dio bienvenida a la cultura con la guitarra clásica al paraguayo Agustín Pío Barrios Ferreira, conocido como Mangoré.

(Esto fue contado por la señora Pavlova y luego transcrito. Que descanse en paz, cerca de don Francisco y de Mangore. Una mujer que dio vida a un soldado y también… a un escritor).

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