El adiós de Daguito

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Dagoberto tenía todo preparado para cualquier eventualidad, él lo previno todo. Si algún día algo pasara o no podía cancelarme la deuda, me dio las escrituras de la Vega, donde tiene la milpa.

 

Por: Dr. Adán Figueroa.

Ilustración: Mely.

Era un niño alegre y juguetón, como la mayoría de los niños. Su infancia fue feliz al lado de Tito, su hermano menor. Seis años de felicidad desfilaron uno tras otro en el caserío Los Tres Suspiros, del municipio de Dolores.

Los primeros pasaron balanceándose en una hamaca de pita colgada de las ramas del palo de amate que refresca el patio de la pequeña casa de los Alvarado. La primera enfermedad de Daguito, fue cuando lo operaron del apéndice.

No sé por qué dicen: ¡Dios es justo y misericordioso! Si lo que le pasó ¡No tiene nombre!

En Los Tres Suspiros, el sol se levanta más temprano que de costumbre; Dagoberto Alvarado, cuando la noche agoniza.

Con la cebadera al hombro, repleta de tortillas, un poco de sal y un pedazo de dulce de panela, emprende el camino para desyerbar la milpa. No deja su machete y el tecomate con agua. Muchas veces, Daguito lo acompaña, pero ya su padre le dijo que él tiene que estudiar, que aprender a leer y escribir.

Que no se quede burro como su “tata”. Que tal vez algún día llegue a ser alguien y salir de la pobreza que les aprieta el “buche”. Ese era el sueño de Dagoberto.

Todo estaba listo. Daguito, aunque con un poco de miedo, ya estaba preparado para su primer día de clases cuando su padre tuvo un accidente. La Rosa, esposa de Dagoberto, se dio cuenta porque él no llegó a almorzar como la hacía todos los días.

A las tres de la tarde mandó a Daguito a buscar a su padre. Este regresó mudo. Eran cascadas de lágrimas que se desbordaban de sus ojos sin poder explicar a su madre lo que a su tata le había ocurrido. Hasta que por fin y después de bañarlo con alcohol y agua florida, el cipote recuperó el habla. Mama, mama, tata Beto está muerto.

– ¡Cómo que muerto, hijo!

– Si mama, está muerto. Está en la milpa, tirado en el suelo y con el machete en la mano. También esta una culebra muerta, junto a él.

¡Ya bien se lo había dicho!, dijo la Rosa, sollozando, que tuviera mucho cuidado. ¡Hay Dios mío!, y ahora ¿Qué voy a hacer? ¿Qué será de mis hijos, de mi vida? De sus ojos brotaban una tras otra, lágrimas de desdicha, de sufrimiento…, de la pobreza.

La noche que se veló a Dagoberto florecieron, fuera de los llantos de la familia, las carcajadas y discusiones que casi terminan en pleitos entre los que jugaban póquer. Se tomó café con pan y comió tamales de gallina.

La gente de Los Tres Suspiros acompañó a la Rosa en la vela, al día siguiente y en el funeral. Todos le dieron el pésame. Un hombre joven se le acercó y se puso a su disposición para cualquier eventualidad. La Rosa lo miró, le dio las gracias y se alejó. Era un extraño para ella. No lo reconoció.

Como era de esperarse, con la muerte del padre de Daguito, el sueño de que tal vez algún día llegará a ser alguien, también agonizaba. Sus estudios se suspendieron y todo se precipitó cuando don Manuel Flores, uno de los terratenientes más poderosos de Los Tres Suspiros, visitó la casa de los Alvarado.

La Rosa no sabía a qué se debía la visita, no se imaginaba y no tenía la más mínima idea de lo que le deparaba.

Don Manuel encendió su puro, se acomodó en la vieja silla que la Rosa le había acercado y pausadamente empezó su relato.

– No sé Rosa, ¿Si Dagoberto te había informado que me debía un dinerito?

– No don Manuel, ¿De qué se trata? ¿Y Cuánto le debía?

– Mirá Rosa, no es mucho, pero no te preocupés por eso. Un alivio instantáneo sintió la Rosa al escuchar esas palabras. Su corazón respiró hondo, pausado, tranquilo.

Dagoberto tenía todo preparado para cualquier eventualidad, él lo previno todo. Si algún día algo pasara o no podía cancelarme la deuda, me dio las escrituras de la Vega, donde tiene la milpa.

– Hay don Manuel, ¡No me diga que me va a quitar las tierritas que nos dan el sustento! ¿Y cómo voy a sostener yo a mis hijos?

– No sé Rosa, yo sólo vengo a informarte, a prevenirte pues. Por ahora no hay problema, ustedes recojan la cosecha, véndanla y me pagás con ella. Hay veremos más adelante.

– Va’ pues don Manuel, “deme” unos meses por favor, a ver qué puedo hacer.

Don Manuel se levantó, se quitó el sombrero y se despidió muy cortesmente

La desesperación envolvió la casa de Dagoberto, el difunto. ¡Al menos tendremos donde vivir!, dijo la Rosa, sólo eso nos hubiera faltado, que nos quisiera quitar la casa también.

Al día siguiente y por pura casualidad, cuando la Rosa salía de comprar azúcar de la tienda Mirna, la única de los Tres Suspiros, se topó con aquel joven extraño que se puso a su disposición en la vela de su marido.

– ¡ Hola Rosa !, le dijo, cuando casi chocan a la entrada de la tienda.

– Hay disculpe señor, no lo había visto y la verdad, tampoco me acuerdo de usted.

– Soy Víctor, Rosa; hijo de don Víctor Antonio Fuentes, el de la farmacia.

– Hay don Víctor, es que no lo había reconocido. Usted es quien se fue para el norte, ¿Verdad?

– Si Rosa, regresé hace pocos meses y ando buscando unas tierritas para comprar con lo que traje del norte.

– Mire don Víctor, a usted Dios me lo ha puesto en el camino. Fíjese que Dagoberto, mi difunto marido, le debía unos centavos a don Manuel, y hoy ha venido a cobrarme. Rosa le cuenta todo, y le dice que mejor le vende a él, en lugar de que le quede a don Manuel, por las fichitas que su esposo le debía.

– Claro Rosa, acuérdese que estoy incondicionalmente a sus órdenes, si quiere paso por su casa y lo discutimos más despacio. ¿Le parece a las ocho?

– Bueno, dijo la Rosa, está bien, aunque es un poco tarde y usted ya sabe cómo es la gente de aquí.

Así comenzaron sus visitas a la casa de la Rosa y poco a poco dejó de ser don Víctor, para convertirse simplemente en Víctor. Días después hasta se quedaba a dormir en la casa de la Rosa.

Una cosa no le gustó a ella de él, y fue el tatuaje que tenía en la espalda, una calavera, pero no quiso preguntarle nada sobre él.

Daguito siguió con la milpa hasta la época de tapiscar y recoger la cosecha. Las clases continuaron, no esperaron por él.

Cuando su madre salía a lavar a las casas de los vecinos, se quedaba con Víctor toda la mañana y así pasó mucho tiempo. Un día, le dijo: mama, yo quiero irme con usted, cuando vaya a trabajar.

– No Daguito, aquí me ayudas en la casa. Mirá si vos no estuvieras, esto sería un desastre.

– Si mama, pero yo no me quiero quedar solo con don Víctor.

– Hay hijo, si él nos ha ayudado bastante. Tenele paciencia.

La calma se desparramó sobre Daguito, el día que Víctor tuvo que regresar a los Estados Unidos por cuestiones de Migración. De nuevo se quedó solo con su madre y la felicidad le sonreía a pesar de la privación de sus estudios.

Meses después, Daguito empezó a enfermar. Seguidito le daba diarrea, casi no se le quitaba. Hasta que por fin, lo llevaron al San Juan de Dios, de Santa Ana. Estuvo ingresado más de dos semanas y no le encontraron la causa de la diarrea. Daguito seguía cada vez más pechito, flaquito se estaba poniendo y por eso mejor decidieron mandarlo para San Salvador, al hospital Bloom

Allí estuvo otros días hospitalizado. Hasta que por casualidad, a un médico Residente, se le ocurrió mandarle un VIH y el diagnóstico salió a luz. ¡Daguito tenía SIDA!

Eran los primeros casos de SIDA que se diagnosticaban en niños, esa fue la explicación del por qué se tardó tanto en el diagnóstico. Luego tuvo que corroborarse.

Al estar seguros de lo que se trataba, se llamó a la madre, para investigar la causa.

En todo el interrogatorio, no se explicaban el por qué, Tito, su hermano menor estaba saludable. Si su madre se lo transmitió, el también debería de estar contagiado. Su padre había muerto por otra causa. Otra posibilidad era que se le hubiera pasado por la cirugía que tuvo cuando chiquito. La apendicectomía que se le hiciera en el San Juan de Dios; pero, entonces aún no se habían reportado casos de SIDA en ese departamento.

Mientras tanto Daguito lucía esquelético. Sus ojos estaban profundos, los huesos de las órbitas le sobresalían, no tenía cachetes, sus pómulos eran también prominentes y una palidez terrosa cubría su piel que se había pegado a todos los huesos de pies a cabeza.

Daguito se despidió de su hermano Tito, y sus últimas palabras para el fueron: mirá Tito, vos tenés que estudiar, como decía mi papa. Después de ello, sólo emitía sonidos y frases ininteligibles.

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