Don Diringo y su perro Dingo

Amanecíamos desvelados, al grado de llegar a levantarnos a las diez de la mañana, amodorrados y maldiciendo a la señora Chávez que seguía con licor con bocas de mango y churros de queso.

Por: Dr Ranulfo Oswaldo Araya Rodas.

CADA TARDE LLEGABA BORRACHO BAILÁNDO Y CANTÁNDOLE AL PERRO.

Don Julio el borrachito arreglaba un “gato” o “mica”, es decir elevador manual para carros, cada año. Agarraba zumbas de tres meses y paraba dos días generalmente en Agosto durante las fiestas patronales o religiosas de la entonces ciudad sucia de Mejicanos.

Bailaba al son de la banda de música marcial de la brigada de artillería, que amenizaban las carrozas alegres de los trasvestidos, para ganarse un trago de licor o un trozo de semita mieluda y un vaso de horchata.

Fue en los días en que Mardoqueo Corneta bajó de una pedrada al trasvesti mejor pintado y fue buscado durante ocho meses para matarlo a pistoletazos.

La fiesta de las muchachas-muchachos, con tres orquestas, ocho toretes asados y doce puercos con yuca, veinte barriles de cerveza y cuatro cajas de licor de caña, no dejó de hacerse, colocándole hielo en trozos en los magullones de la “Claudia”, elegida reina de las fiestas.

Muchos fuimos a mirar el desmadre de gorrones, el baile de hombres con hombres, sentimos sabroso el chancho con yuca, los trozos de carne de torete con pan y las jarras de cerveza fría.

Era una Gomorra moderna y tuvimos que salir antes que gritaran que todos se quitaran la ropa, por el temor de ser iniciados en las artes de revisión de esfínteres. Pero la mayoría se quedó con el anestésico de los licores y la música con comida gratis, pues muchos así comían, cuando y donde había. Y otros por puro gusto.

A don Julio nunca lo vimos sobrio. Las noches las pasaba en el mesón donde vivía jugando a las barajas y bebiendo licor de cantina con otros vagos. Lo único productivo que hizo fue organizar un equipo de fútbol rápido de niños y adolescentes , el apostaba lo que ganaba en las barajas y jugaba como centro delantero en medio de los muchachos en donde él se distinguía por sus piernas peludas y el bigotito de ardilla; hacía goles de “chilenita”, se revolcaba en el fango de las calles, se quitaba cuatro y hasta seis para meter los goles de estadio y poder comprar la botella de licor.

Nunca trabajó. Lo contrario de su mujer que llevaba en un yagual el canasto de la venta al mercado. Iba con la nuca erguida y gritando a viva voz, vendiendo fruta pelada, pollos desplumados o merienda de puercos.

Don DIRINGO (Julio) siempre caminaba tropezándose como cuando se camina entre piedras pero él iba en lo llano, era de corta estatura, piel morena rematada por el sol, de pocas carnes, a la usanza de un bigotito de ardilla sonriente y saludaba amablemente siempre para ver qué lograba; vestía ropa usada que su mujer le llevaba de los tanates que se remataban de los difuntos. Zapatos muy grandes que usualmente les quitaba a otros borrachos encunetados.

Lo veíamos que iba cargando una “mica hidráulica ” que pasaba las horas de ocio, que era siempre, quitándole y poniéndole tornillos entre sorbos de licor barato. Arreglaba una para que se descompusieran tres, tal era su costumbre de vivir a expensas de otros.

Tenía amor por los perros callejeros y en particular uno al que vino a llamar “Dingo”. “Dingo Diringo, Dingo DIRINGO”, le cantaba.

Úrsula, su mujer, sonreía con sus dientes postizos con oro, era de estatura muy baja, morena y de moño. Sonreía por tener siete hijas y tres varones a los que alimentaba con arroz y hojas de repollos, a veces unas porciones de cerdo en la sopa de fideos con frijoles blancos y muchas tortillas de nixtamal para apaciguar a la tropa.

Don Diringo iba todas las noches a esperar a su mujer pues tenía muchas amistades en las ventas de comidas para miserables en el mercado, en la zona de champas ahumadas por el cocido de leña, aprovechaba las noches a las once para recoger las sobras de los platos, de los cuales don Diringo llegaba a tomar residuos de sopas de mondongo o de pollos y las orillas de las tortillas, lo demás lo hacía un barullo en un recipiente a manera de cubeta plástica, mezclaba los trozos de las tortillas con las barbas de las sopas y demás sobras de carne gorda como de cachetes de vacas o de puercos, en fin las partes de carne que se usan aún como complemento de los fiambres y chorizos que comemos los pobres. Después se dirigía al mesón caminando despacio por la carga de las sobras, siguiéndole en silencio su mujer con el delantal, llevando el canasto con algunas verduras y la ganancia de la venta de sol a sol, para pagar la deuda de cada día y la renta del cuartito en donde dormían doce.

Fuera del cuartito ubicada una mesa mugre que detenía una cocineta de un quemador a combustible de keroseno, que servía para recalentar la sopa de mondongos o el agua de lluvia de los barriles para el baño matutino en horas de la madrugada.

Lencho, su hermano más borracho que don Diringo manejaba un enorme camión de marca “ Tryumph Simca”, de cama larga y ruidoso con el motor que no apagaba durante las visitas al otro hermano sobrio, don Edgar Pompilio, que vestía y actuaba como Gardel, de manera que lo apodaron “El Argentino”, nunca dejaba el cigarrillo y la tos de perro viejo.

Don Lencho aprovechaba a llevar a don Diringo a manera de mozo para que ganara algún dinero y para tener pretexto de seguir bebiendo. Era una familia ejemplar entre perros sarnosos y llantas lisas que recogían a centenares y eran el albergue de millones de mosquitos.

Don Pompilio, “El Argentino”, se apropió de un terreno a la orilla de una barranca y construyó una casita de dos cuartitos para la nutrida familia además de otro para las llantas inservibles, se llevó al don Diringo, incluso.

Olía a perro y a hule de llantas, comenzaron a ahorrar para comprar carros viejos para repararlos a como diera lugar , venderlos y sacar provecho de los incautos.

Con don Lencho borracho, don Diringo igual y El Argentino con ínfulas de Gardel, que pasaba todas las noches con dos platos de peltre con arroz y frijoles dos tajadas de plátanos y tres tortillas que era parte de la paga del lugar en qué trabajaba repartiendo pollos en un pequeño camión de un alemán aficionado al juego de azar y cerveza de buena marca, que apenas sobrevivía de ello.

Don Diringo pasó cierta noche con la cubeta de residuos de las comidas para darle a los perros y la dejó con un garrote muy cerca de uno de los carros viejos sin advertir la presencia de los bromistas de la colonia: “La casita”, en donde también vivía Miguel Cotto que tenía de mascota un mastín enorme que comía por diez perros.

Uno de los muchachos agarró la cubeta con sobras de comida y se la fue a echar en un papel de periódico al perro de Miguel. Y en menos de lo que piensa un zurdo el perro se comió diez libras de alimento surtido, que lo dejó hasta triste y haragán, resoplando por todos los agujeros.

Don Diringo, quien había regresado por ayudar a su mujer con una carga de repollos, se encaminó a levantar la cubeta de la comida, al no encontrarla comenzó a incriminarnos a preguntas blandiendo el garrote y con mucho enojo se le pasó la mona que llevaba.

– Maleantes! -gritó- se llevaron la comida del Dingo!… ¡cabrones!, ¡hijos de p…!

Y provocó la risa que no pudimos evitar. Fue cuando vio vomitando al perro enorme de Miguel. Se ideó que el perro había llegado solo, a comer, pero se rascaba la cabeza por su descuido y por la perdida, así como de la duda de la participación de terceros. Más risa daba verlo blandir el garrote.

– ¡Maleantes!, decía.

Su mujer lo llamó, se metió a la casita con el “Dingo” moviéndole la cola y con hambre.

A la siguiente noche iba otra vez don Diringo con la cubeta de comida para los perros, pero esta vez entró primero a la casa y después regresó a ayudarle en la calle empinada a su mujer con la carga de repollos y frijoles blancos para la comida. Cuando llegó lo estaba esperando un yerno cabezón malintencionado, aficionado al licor, cigarros diversos y policía de civil. El cabezón le dijo:

– Mire suegro, el día que me lleve a su primera hija, para hacerle el amor… Fíjese bien, para hacer el amor… -ante esa afrenta don Diringo, de sus pantalones, sacó un enorme machete pelado y lo siguió media cuadra.

Y desde la cuesta gritaba el cabezón:

-… Siiii, el día que hicimos el amor por primera vez… Ella me lo pidioooo!! – y don Diringo salió otra vez a la persecución con el machete.

Se supo que este cabezón tenía dos hijos con la primera hija de don Julio y dos con la segunda hija, y la tercera ya estaba con el primer embarazo de tal manera que los primos terminaron siendo hermanos y sobrinos de sus madres con el consentimiento del clan femenino.

El cabezón tenía un gallinero para gallo solo al acecho. Fueron los mismos días en que un hombre a quien le gustaban los hombres, hermano de una viuda, llegaba con tres hombres en el carro para armar fiestas desde las doce de la noche todos los viernes, gritaba:

– Ajúaaaa!!!, a las tres de la mañana. Y en el jolgorio seguía repitiendo intermitentemente la canción: “Flores Negras”, para bailar muy pegadizos.

Ahí aprovechaba el cabezón para hacer de las suyas metiéndose a enamorar a las hermanas de su mujer. Y el homosexual para hacer de las otras con los amigos borrachos.

No dejaban dormir a Miguel Cotto que vivía frente a la casa de la viuda , salía a acostarse a una acera junto a su enorme perrazo comilón.

Amanecíamos desvelados, al grado de llegar a levantarnos a las diez de la mañana, amodorrados y maldiciendo a la señora Chávez que seguía con licor con bocas de mango y churros de queso, riendo a carcajadas de las chabacanadas en el relajo de su hermano que seguía bailando muy pegado, la misma canción, con otro hombre.

A las cuatro de la tarde llegaba en un camioncito un señor que parecía vaquero con sombrero y botas, tío de Miguel Cotto, con la leche con agua que nunca hizo nata; en un cuaderno apuntaba a los pobres que la fiábamos en fila india.

Ahí llegaba con un perol don Diringo con su perro Dingo y, por lo que supimos, nunca pagó la cuenta de la leche de dos años. Considerando que iniciaba la guerra civil y con el toque de queda un bombazo arruino al camión de la leche.

A pesar de la guerra y las bromas de los muchachos que cada vez eran menos, unos porque se unieron a las fuerzas liberales de la guerrilla, otros porque emigraron a un país del norte, y otros porque nunca supimos de ellos.

Don Diringo tuvo que cambiar de estrategia para ir al mercado temprano por las sobras de las comidas, sin embargo la bulla del mercado hacía parecer como si nada estuviera pasando, las mismas ventas de yuca con puerco, los mismos zapateros remendones y don Pompilio con sus platos de peltre y sus tajadas de plátanos con frijoles fritos cada tarde, después de repartir pollos desplumados.

Y Don Lencho siempre borracho durmiendo en la cabina del camión que nunca le apagaba el motor, y en la cama larga aún las maderas y láminas de la desgracia que llevaba y traía de un lado a otro.

Hasta que una noche salió a orinar y lo hizo en la bota de un guardia militar. Hasta ahí llegaron las noches de borrachos y camiones arrancados. Le dieron tres culatazos y dos patadas, le quitaron las botellas de licor y lo remolcaron con un tanque hasta el atrio de la iglesia.

No regresó, se fue para su pueblo en un Cantón perdido en el mapa de los borrachos. Pero don Diringo siempre pasaba cantando: Dingo Diringo… Dingo Diringo.

Aunque temblara, lloviera o hiciera calor, mientras reparaba la misma mica de hacia un año. Y tomaba sorbos de sopa de frijoles blancos con hojas de repollos. Y la guerra seguía su curso normal de las desgracias para muchos y ventajas para muy pocos.

El padre Manuel seguía haciendo rifas de burros en la iglesia y hablando del justo Juez de la noche, escuchando las mismas canciones de “Leo Dan” en los parlantes y viendo pasar las carretillas con carnes con moscas del rastro al mercado, las ventas de atole shuco con pan, la gritería de la lotería de granos de maíz.

Los borrachitos dibujando una lechuza con un trozo de ladrillo. El vendedor de minutas con jalea de tamarindo que orinaba sin lavarse las manos. Y doña Carlota vendiendo panes con frijoles con queso rallado a los muchachos que teníamos el mundo joven, la esperanza y la certeza de que algún día se publicarían esas historias verídicas de los tiempos de la miseria, de los días en que dos películas de “Wan Yu” costaban quince centavos en el cine “Balboa”, lleno de ratas enormes, ubicado frente a la peluquería de don Anselmo.

Sí, en la ciudad sucia de Mejicanos, con sus mosquitos a millones, las vacas en la calle a Cuscatancingo y los enormes basureros en donde bailaban sus juergas los zopilotes en el Rastro Municipal.

Treinta años después que llegamos a visitar a un compadre, ahí lo vimos al Diringo, con los mismos bigotes de ardilla pero con lentes muy gruesos, arreglando la misma mica hidráulica de hacía cuarenta y dos años, tomando sopa de frijoles blancos con hojas de repollos, bebiendo licor con gasolina y jugando entre los nietos revolcándose en el lodo para hacer los mismos goles por una cuarta de licor. Comiendo cachetes de chancho en las mismas ventas de la desgracia y acarreando guacales con yuca:

– Maleantes!!, gritaba cuando le metían un gol. Ahí lo dejamos, y de seguro dentro de otros treinta años ahí estará su recuerdo gritando: Maleantes!!.- Y bebiendo licor para embalsamar espíritus. Porque en Mejicanos suceden estas cosas, resucitan los íconos de los cuentos.

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