OPINIÓN: Gregorio Ernesto Zelayandía

Nunca he dudado de mi inmortalidad, porque nunca la he creído, pero es doloroso ver que los amigos de juventud se van, sin haberles podido estrechar la mano de nuevo. Gregorio ha partido y yo debo apresurarme a tomar la copa de vino que tengo pendiente con Yolanda, a decir a mis amigos cuánto los quiero, antes de que como Gregorio, ellos o yo, nos vayamos definitivamente.

Por: Carlos Minero.

Era delgado, más alto que el promedio de nosotros, de gran madurez, su conversar era pausado, suave, inteligente. Gran observador.

Al presentarnos no puede evitar preguntar “¿Pero no sos pariente de Jorge Luis?”, reaccionó y me respondió sorprendido: “¡Es mi hermano!, ¿lo conocías?” no personalmente, Jorge Luis Zelayandía (un técnico en telecomunicaciones) era en ese 1979, uno de los desaparecidos más difundidos; las FPL a través de sus frentes de masas habían publicado su desaparición hasta en los postes de luz de San Salvador.

Nos volvimos cercanos, platicábamos sobre la situación política en clave. Ambos compartíamos carrera en el Instituto Tecnológico de San Salvador (ITESS – Nivel Superior) y el objetivo de ambos, al estudiarla, era el mismo.

Me confesó que su consuelo era que su hermano había golpeado al régimen. Había hecho acciones significativas con Clara Elizabeth Ramírez, a pesar de ello, la desaparición le había afectado tanto que abandonó todo (incluso los estudios) pero que sus padres le habían aconsejado y apoyado, por eso estaba en el Tecnológico, en donde todos le guardábamos respeto por su forma de ser.

Cuando el PRS-ERP y LP-28 anunciaron la presentación de la comandanta Ana Guadalupe Martínez en el Auditórium de Derecho de la Universidad de El Salvador, me dijo que quería ir; el libro “Las cárceles clandestinas en El Salvador” era un best-seller y en él se mencionaba al hermano de Gregorio; comprendí su interés y junto a Marlon (otros compañeros del ITESS) fuimos. Lo que pasó lo he comentado ya en otro post.

Días después de este evento, me dijo que la familia iba a salir del país; le pregunté si el viaje era personal o había tareas asignadas y me respondió que algo de lo segundo, nos despedimos con un abrazo. Perdí todo contacto con él, como ocurrió con muchos amigos y hermanos. Era lo común en esos días.

Luego de la firma de los acuerdos de paz, lo vi en la 3ra. Calle, yo llegaba a La Prensa Gráfica y él caminaba sobre la acera de lo que todavía era el Cine Central, me detuve a observarlo y por supuesto la primera intención fue cruzar corriendo la calle para saludarle.

Pero esos encuentros me causaron malestar, porque me pasó que una vez alguien me detuvo en la UCA y me recordó con nombre y apellido, indicándome que estuvimos juntos en el INSA y, sinceramente, en ese momento no pude recordarme de él.

Sentí pena por el compañero, pero es que había olvidado tanto de tantos… desde entonces evito esos saludos repentinos.

Pero, en ese momento, lo que realmente me detuvo fue que noté lo que hacía: respiraba pausado, profundo, cerrando los ojos, luego se detenía, miraba todo con ojos de redescubrimiento, caminaba y nuevamente se detenía a apreciar esos viejos edificios que estamos aburridos de ver quienes aquí vivimos.

¿Cuánto tiempo le observé? el suficiente para darme cuenta que estaba redescubriendo su país, su gente.

Luego vendría su deseo de hacer de la honestidad un valor en la política del FMLN, pensé en la oportunidad para apoyarlo, pero eso ya era un partido que expulsaba a los socialdemócratas. Con el tiempo pasó lo lógico, su esfuerzo fue vano. Sería ministro de Gobernación y allí decidí no buscarlo.

Imagino que decepcionado de lo visto y vivido, se fue a San Miguel y asumió el liderazgo del colegio que iniciaron sus padres. Surgió nuevamente el deseo de sentarme a platicar con él, pero siempre existió un pretexto, o miedo tal vez, y el tiempo fue pasando. Hoy me entero que ha muerto y recuerdo el poema de Dalton:

Es una cosa seria

tener veintisiete años,

en realidad es una

de las cosas más serias,

en derredor se mueren los amigos

de la infancia ahogada

y empieza a dudar uno

de su inmortalidad.

Nunca he dudado de mi inmortalidad, porque nunca la he creído, pero es doloroso ver que los amigos de juventud se van, sin haberles podido estrechar la mano de nuevo.

Gregorio ha partido y yo debo apresurarme a tomar la copa de vino que tengo pendiente con Yolanda, a decir a mis amigos cuánto los quiero, antes de que como Gregorio, ellos o yo, nos vayamos definitivamente.

Descansa en paz amigo y perdona la cobardía de no haberte entregado el abrazo “luego de la victoria” que debo a tantos.

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