En esas tardes de agosto

Tardes de agosto

Todavía en esa zona habían casas cercanas y mesones y la gente aún criaba los cerdos y las gallinas en medio de los niños entre las camas y las ollas de la cocina. Alimentándolos con atole de maíz y aguacates podridos.

 

 

Por: Dr. Ranulfo Oswaldo Araya Rodas.

Ilustración: Edgar Alfredo Pacheco con fotografía de turismo-pasn.blogspot.com

Cierto día de agosto, una tarde de 1971, después de una torrencial tormenta que ocasionó un enorme lago en la quinta calle poniente de San Salvador, los alumnos de la Escuela San Francisco tuvieron que llegar nadando algunos y otros en lanchas artesanales.

Todavía en esa zona habían casas cercanas y mesones y la gente aún criaba los cerdos y las gallinas en medio de los niños entre las camas y las ollas de la cocina. Alimentándolos con atole de maíz y aguacates podridos.

Chepe, el borrachito feliz tuvo que subirse al árbol de aceituno que estaba frente a la Alcaldía Municipal y cerca de la tienda del chino Cristóforo Lam, mientras pasaba el diluvio.

En esos años los alumnos iban a las clases vespertinas a las aburridas lecturas de Moral y Cívica. Una de esas tardes cuando comenzaba el sol a disminuir las aguas con vapor de sauna, los niños se sentaron en la banca de espera, aún con sus capas de toldo amarillo.

Llegó el padre Superior y les preguntó a los otros profesores por qué estaba enfermo el padre Mateo.

“Es por una gallina de las que se ahogaron anteayer por la lluvia y tres huevos podridos” dijo uno de los alumnos, mientras empujaba basura con el zapato.

“No lo creo”, dijo, y se sacó el pañuelo de la sotana remendada, se secó el sudor del cuello y agarrando una camándula se fue a la iglesia. Iba riéndose porque lo que ocupó de pañuelo era un calcetín remendado. Tal había sido la magnitud de la lluvia en esos días que no se secaba la ropa aunque la torcieran al derecho y al revés.

Sin embargo el padre Superior tenía semanas de estar observando muchas hormigas muy finas llevándose el azúcar de la mesa de la cocina; sus abuelos le habían dicho que ese era un signo de lluvias de tempestad. El lo creía y siempre compraba un saco de frijol y maíz antes que los especuladores triplicaran el precio.

“No crean en supersticiones, pero respeten a los monos aulladores y las hormigas porque avisan con anticipación las cosas de la naturaleza”, decía en voz alta.

Al salir de clases los niños iban sentados en un cayuco de tronco de coco, pensativo el remero cuando llegó hasta donde ya no había agua dijo: “son quince centavos por cabeza”.

Los niños pagaron y de un salto cayeron en una acera seca, en donde otros niños jugaban con otra gallina que habían sacado del agua, la madre los miraba desde su puesto de venta de verduras en un canasto cerca del parque Bolívar.

Enfrente había una casa carcelaria que tenía un rótulo de latón desteñido en que se leía “cafetería San Antonio”, con dos mujeres marchitas y pintadas de manera exagerada, con vestidos muy cortos, masticaban chicle mientras hablaban de las lluvias y las hormigas que se llevaban hasta los plátanos fritos de los platos de los comensales, mientras cuidaban las sábanas puestas al sol sobre las ramas de unos arbustos y renegaban de lo malo que había estado la clientela.

Un barco de papel pasó con una bandera azul y un rótulo con mala caligrafía: “navegante hacia la libertad”; iba navegando en las aguas turbias de la cuneta y una pacotilla de niños desnudos, con las panzas tensas y lodosos, corrían tratando de agarrarlo de la popa; pero dio un giro de campana en la turbulencia de una esquina y se alejó con ventaja y fue un punto de papel hasta llegar al vasto lago con la algarabía de los niños de nadie, que gritaban improperios de enorme calibre por la pérdida, mientras metían los pies en el agua sucia, jugando de pescar basura para la cena, porque siempre comían en los basureros del mercado.

Mientras en la sacristía el Padre Mateo Quijada no pudo cenar por las nauseas y se tomó un buen vaso de vino de barril que su criada llamaba “el vino de la casa”, ella retiró el plato de peltre frío con los frijoles fritos, un trozo de queso de tienda, el pan de maíz y el café con el pan de dulce.

El padre quería superar el calor exasperante con agua fría y una tableta efervescente de Alka-Seltzer, llevo un ventilador viejo que lo aceitaba con la grasa sobrante de las comidas, lo puso en la cabecera junto a la imagen de San Francisco de Asís y abajo del catre, una bacinica de madero y las pantuflas café, muy usadas.

Hizo la oración de la noche “…con Dios me acuesto, con Dios me levanto, con la Virgen y El Espíritu Santo…” y rezó en voz baja, alcanzó a eructar y ponerse colorado como una granada madura, hasta quedarse dormido como niño, con el zumbido del ventilador. No se quitó la misma sotana remendada, por primera vez, desde que era seminarista en San José de La Montaña.

Al día siguiente cuando ya las aguas habían bajado lo suficiente para caminar con los pantalones enrollados, los tenderos abrieron las puertas para terminar de sacar la basura húmeda y fue tanta que tuvieron que colocar palancas para que no se regresara; apenas quedó un camino estrecho por donde pasaban en fila india los alumnos y profesores y las vendedoras con canastas.

El Alcalde había enviado dos yuntas de bueyes y carretas tiradas por hombres que los conocían por mecapaleros en los mercados para miserables, contratados para retirar la basura pero era tan grande el tufo de las gallinas ahogadas que tuvieron que suspender las clases.

Los niños se retiraron bajo el sol inclemente tratando de refugiarse en los escasos almendros de una plaza en donde vendían minutas de vainilla y tamarindo con miel de jocote.

Uno de los niños que vivía en San José Cortez, del Plan del Pino, Soyapango, un lugar olvidado de Dios, tenía nueve años de edad y acostumbrado al olor fétido de las Aguas Calientes, a madrugar viajando en los buses lentos y respirando tierra en polvo muy fino y tomar agua de la que apartaban sapos y la saliva de los perros en las barrancas y en los obrajes, se fue caminando hasta llegar al Campo de Marte en donde estaba la estación de los buses de madera y destartalados de la ruta 119.

Entonces vio el circo y escuchó el parlante que tosía por la aguja del tocadiscos, y una música en ráfaga con canciones de amor de Leonardo Favio cantaba: “Quiero aprender de memoria”, se esparció entre los muros donde vivían los conejos del parque y después un tum-tum desordenado pero gracioso de tambores y metales tocados por algún chango amaestrado, porque el ritmo que llevaba no concordaba con la melodía y armonía de una voz de un hombre que había viajado entre el hambre de muchas décadas.

El niño recordó las fiestas patronales de agosto, el calor, la lluvia inesperada y las ventas de elotes con queso, las manzanas con dulce, el raspado de coco y las tajadas de sandía con moscas del tamaño de los colibríes.

La entrada costaba diez centavos, el niño los pagó y entró a la carpa de lona remendada, habían bancas rústicas en tarimas.

Se sentó sobre un cuaderno con la portada del Quijote. Y vio al payaso que tocaba la batería y que a la vez cantaba letras de sus canciones y narraba su vida errante y en las pausas imitaba a un gallo mañanero y a un burro desesperado. Cerca tenía una botella de licor de cantina marca “Muñeco”.

Se quedó a ver la función , entonces otra vez comenzó a llover y los rayos y truenos parecían romperse en destellos de roca de las canteras, eso hizo que algunas señoras con el comprado entraran al circo; el aire se volvió tan denso como una cortina de sudor mezclado con olor a flores de pobres, costaba caminar entre esa bruma y el calor derretía los cubos de plástico para las goteras.

La función continuó con los motociclistas de la muerte en una jaula de hierro, el oso trapecista, el jinete sonriente con dientes de oro, que sobre una mano se apoyaba en el lomo de un caballo amarillo al trote dirigido por la danza de una mujer enorme con botas y capa de domadora de tigres, de los cuales solo quedaban las pieles y las cabezas con colmillos.

Pasaron los dromedarios con las princesas de cuento y hasta un acromegálico enorme que tiraba fuego por la boca, y después se tragaba diez espadas y levantaba la tarima con toda la gente encima.

Afuera todas las golondrinas del mundo se habían cobijado entre las cornisas de la iglesia gótica de San Francisco. Opacaron la iluminación de la ventana donde dormían los curas. De tal manera que asustó al padre Mateo que relacionó los signos del Apocalipsis con la climatología del trópico. Y comenzó a rezar con una camándula de tallo de rosa.

Y la fiesta nocturna iluminada con focos amarillos y antorchas de candil continuaba con panes de pollo, yuca frita, dulces de toda variedad desde naranjas cristalizadas hasta los dulces de algodón rosado y atole de maíz, ponche de leche.

Como siempre los borrachitos disfrazados de viejos de Agosto, bailando la goma detrás de las carrozas de los muchachos y las muchachas. Y al mariposón elegido como Helena de Agosto, lo untaron de manteca y mermelada con la promesa de que, quien lo agarrara se haría del premio mayor de cien pesos y una botella de ron.

La música con discos de Leo Dan, y cumbias colombianas siguió hasta que comenzaron a repartir el atole con frijoles negros para los borrachos que seguían bailando, hasta comerse los plátanos crudos que hubieran servido en el desayuno.

A las cuatro de la mañana, la Orquesta filarmónica iba en orden marcial debajo de un toldo verde tocando a todo pulmón las tonadas monstruosas, descalzos sin importarles el lodo y la lluvia, pasaron entre los juegos mecánicos de caballitos de madera y aviones colgados de cadenas, las sillas voladoras movilizados a pura fuerza humana, con la gritería de la impávida niñez de los mercados y los hombres de sombreros de pita comiendo garrapiñada.

Las ventas de los tiquetes eran casetas de cartón pintado con figuras de payasos sonrientes, a cinco centavos los niños y a diez los adultos.

Cuando terminó la función del circo había parado de llover y el sol era candente y desesperaba hasta a los pájaros y las ratas de la iglesia. El Niño del plan del Pino, aún tenía unas monedas y compró un pan con mortadela y un refresco de tamarindo y fue a comer mientras veía la inmensidad de las nuevas aguas y las golondrinas desorientadas, tuvo que apartarse por la lluvia de caca de las aves en pleno vuelo.

El padre Mateo se asomó y vio las nubes de pájaros, y en la lejanía un nubarrón de la Costa, y el calor fue más sofocante. “San Francisco… ! -gritó- espero que ya se hayan acabado las gallinas”, agregó suplicante.

En realidad ya no habían más gallinas en la cercanía, pero hubo una plaga de ratones que se comieron hasta la ropa de los santos, y las sotanas en los roperos para después subirse en los barcos de transporte colectivo.

Mientras El Niño del Plan del Pino, iba subido en un barco de madera agarrando del brazo a un señor cegatón que siempre tenía la mano sobre la empuñadura de un revolver arcaico, llevaba una bandera blanca y un paraguas puntiagudo enorme; el niño iba mirando las aguas cristalinas y alcanzó a ver el barco de los payasos que también se iban con sus dromedarios, las princesas de mentira y las motos oxidadas y las tarimas aún con gente que comía garrapiñadas. 
El niño les pregunto adónde iban.

El payaso de los tambores desafinados le alcanzó a decir mientras tocaba el Tum-tum: “a la más mierda lejos de este país o a donde nos lleven las aguas cristalinas”.

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