Meona como chicharra

Carlos respiró profundo, no dijo nada y no se movió. Los asaltantes ya estaban nerviosos y eso los hacía más peligrosos.

 

 

 

 

 

Por: Dr. Adán Figueroa

Todos estaban muy contentos. Sus rostros lucían sonrisa al viento en los preparativos para hacer la alfombra. Habían tomado como inspiración la figura de Monseñor Romero, en conmemoración del trigésimo séptimo aniversario de su martirio.

Pasaron horas preparando el aserrín y la sal, pues había necesidad de combinar varios colores. Emma se levantaba a cada rato para ir al baño por su deseo de orinar y de tanto verla, Carlos, su padre le dijo:

– Que estemos en Semana Santa, no quiere decir que seas meona como Chichara.

¡Hay papá! Déjeme, mejor siga haciendo la alfombra y no hable mucho. Y a propósito, ¿Sabe usted por qué las chicharras orinan bastante?

– Bueno hija, dicen que es por la sabia que succionan de los árboles cuando se alimentan, y como siempre son muchas por eso se siente cuando le cae a uno lo que expulsan.

¿Y cómo cantan, verdad papá?

– A veces demasiado. Hacen un ruido estridente, ensordecedor, sobre todo como a las seis de la tarde. Yo no aguanto el ruido cuando estoy en la hamaca que está cerquita del árbol gigante de conacaste.

¿Y por qué salen en Semana Santa, papá?

Es por la época de calor. En estos días hace un calor tremendo y en algunas partes sienten que se achicharran del calor, pero ellas son las que anuncian la proximidad de esta semana donde se conmemora la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo. Muchas personas dicen y según la tradición, que las chicharras tienen en su cabeza, en la parte de adelante, tres puntitos negros, que simbolizan los tres clavos de la crucifixión de Jesús: uno de cada mano y el otro de los pies.

Estaban tan embelesados en su alfombra que no se percataron que dos jóvenes se acercaron sigilosamente.

¡Sigan con la alfombra sin gritar! ¡No se muevan o no respondemos de la niña! Dijo el que tenía un revólver en la mano, e inmediatamente le arrebató la cadena de oro que Carlos lucía en su cuello. Emma estaba muy asustada y quería llorar.

– No pasa nada hija, no tenga miedo.

Dame el celular, le dijo el otro ladrón.

Carlos lo sacó del bolsillo del “short” y se lo dio. A pesar de la situación se notaba tranquilo y esa calma le quería transmitir a su hija.

– ¿Y tu cartera?

No tengo nada, la deje en la casa, ¿Qué no ven como estamos?

– Pues anda por ella. Aquí te esperamos con la niña.

¡No, ella se viene conmigo!

El ladrón del revólver le apuntó a Carlos y le dijo: ¡Qué vayás a traerla te estamos diciendo!

Carlos respiró profundo, no dijo nada y no se movió. Los asaltantes ya estaban nerviosos y eso los hacía más peligrosos. De pronto, de una esquina de la calle aparecieron dos vecinos que venían a colaborar con la alfombra.

– ¡Carlos! Le gritó su amigo Raúl. Ahorita te ayudamos.

Al oírlos, los ladrones empujaron a la niña y salieron caminando rápido a subirse a un carro que los esperaba más adelante.

– ¡Gracias Raúl! Le dijo Carlos, gracias, nos han salvado.

¿Salvado de qué, hombre?

– Nos acaban de asaltar unos ladrones y cuando los vieron a ustedes, gracias a Dios se marcharon.

Pero, ¿Todo está bien?

– Sí, si ya pasó.

Papá ¿Podemos terminar la alfombra?, interrumpió Emma.

– Claro hija, sigamos. Aquí no ha pasado nada. Otros vecinos se iban acercando y se quedan asombrados de ver cómo había quedado de hermosa la alfombra.

¡El beato Romero! Dijeron en coro.

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