Don Julio y sus perros sarnosos

Duró una semana la parranda con música de combos y la banda regimental tocando cumbias, hicieron licor clandestino con los enormes marañones y llegaron a la fiesta los fantasmas de los difuntos amigos de borracheras.

Por: Dr. Ranulfo Oswaldo Araya Rodas.                                      

CUARENTA Y CINCO AÑOS DESPUÉS DE HABERLO DEJADO EN SUS BORRACHERAS, LO VIMOS EN OTRA GUERRA… LA DE LA VEJEZ. Don Julio aún seguía arreglando “micas” hidráulicas mientras cantaba “Dingo, DIRINGO”, recordando la canción que le hizo a un perro sin raza definida y que tuvo hacía casi cincuenta años, durante la guerra civil.

Estaba con unos lentes tan gruesos que los confeccionaba de los fondos de vidrios de las botellas de la cantina y cables de cobre, pero por lo demás, igual, no había cambiado casi nada; era el mismo borrachín escuálido de bigotes de ardilla, seguía comiendo hojas de repollos con frijoles blancos, cachetes de puerco y bebiendo licor barato todos los días, tanto que su mujer aún compraba a través de encargos con las vecinas, porque casi no iba al mercado debido al fragor de cincuenta años de trabajo “canasteando” en los mercados.

El estaba parado pensando en la neblina tenaz de sus ojos, bajo un ancestral árbol de marañones enormes, que parecían calabazos, y rascando otro perro sarnoso. Los nietos dedicados diligentemente reparando un carro viejo con ayuda del “cabezón” que ya en su madurez era el abuelo del clan, dirigente mecánico, además yerno por parte de tres de las seis hijas de don Julio.

Don DIRINGO aunque ya había cumplido los noventa y cinco años, aún jugaba a la pelota revolcándose en los charcos con los bisnietos y metía goles olímpicos a puro cálculo por la costumbre de jugar en el mismo lugar entre lodo y piedras.

Con lo que recolectaba de lo que le daban los nietos, de las partidas de fútbol y juegos de damas iba a comprar licor a la cantinita del pueblo, todas las mañanas, y llevaba un tarro de aluminio para comprar la cuarta de leche a los bisnietos del lechero del pueblo; el pan de la bicicleta, además, dos pesos de fritada de cerdo para el desayuno. Varias veces pasó al grifo de la alcaldía para diluir aún más la leche con el pretexto que las vacas estaban flacas porque el invierno se había atrasado.

Al llegar a su casa, a la orilla de una barranca en la ciudad de Mejicanos, agregaba el café soluble raspando el frasco con una cuchara de bambú, de manera que con una cuarta de leche y un peso de pan con chanfaina y tomate frito desayunaban 20 personas.

Era una dinastía que se resistía a la decadente pobreza y se batían con las reparaciones de motos y carros, enderezando golpes y otros arreglos de motores a costo módico.

Don DIRINGO también seguía recogiendo perros callejeros, con ellos llegaba a los comedores a esperar que botaran las sobras al basurero del mercado frente al rastro municipal, para poder agarrar los mejores ñangos con pedazos de tortillas de maíz y hacer un barullo de desperdicios que, ya recalentados con chile verde, cebolla y pimienta, probaba con apetito voraz.

hacía digestión de dinosaurio, después repartía la comida en platos que habían sido de su hermano apodado “El Argentino” y que se había ido a un pueblo de Oklahoma a seguir fumando y tosiendo, espantando las ovejas y caballos de raza.

Con el resto de las sobras, más tardaba en ponerlas en los platos de peltre que en devorarlas la jauría.

Por las tardes después de dormir la mona, se levantaba con la resaca y buscaba desesperadamente los tornillos de una mica hidráulica obsesionado por repararla, no porque fuera a ganar dinero sino que, con ello, burlaba la muerte que le husmeaba los zapatos cada momento; él la había sentido, porque le llegaban los aires fríos en los dedos de los pies, se ponía los lentes para ciego y colocaba al revés las piezas y la dejaba para armarla de nuevo después de ir a beber a la cantina.

Tomaba sorbos de café con miel para mejorar la visión y la función de la próstata. En épocas de lluvia se sentaba en el dintel de la puerta a oír y sentir caer las aguas pensando en los recuerdos del siglo antepasado, de cuando aún bebía Chicha de maíz con los nativos que se extinguieron debido a la viruela traída por la tripulación de Hernán Cortez y lloró, pensando en los Aztecas y los Mayas.

Las láminas parecían iban a caerse por los torrenciales aguaceros, él con su corta visión se imaginaba que si se metía en un huacal de aluminio que usaban ocasionalmente para hacer los tamales, bien podría navegar en las correntadas de las cunetas y darle una vuelta a la manzana de la colonia porque se desesperaba en salir a las calles a torear los carros que apretaban el tráfico; pero cada vez que lo intentaba tenían que ir a sacarlo porque se metía entre ollas o peroles y estuvo a punto de ser devorado por los gatos hambrientos.

Varias veces tuvieron que rescatarlo de las trampas para las ratas, ya que en ellas se metía cuando iba huyendo de los gatos y se sentía seguro. Su visión de murciélago iba empeorando cada vez más, tanto que ni con los lentes veía los tornillos y dejaba los desarmadores entre los tenedores y cucharas.

Pero a pesar de haberse encogido por los años mantenía la fuerza de un estibador, y la lucidez increíble que le atribuían al licor barato de las cantinas. Aunque los borrachitos compañeros de parrandas ya estaban con sus lápidas en el único cementerio del pueblo y nadie, aparte de él, los recordaba.

– ¡Lora Gorda hijueputa! gritaba. Era el apodo de un borrachito vecino que manejaba un taxi un mes al año, se sentaba a decir apodos y repetir la frase: «Te salvaste… Otro que se salva», cuando veía a algún conocido que iba con su mujer, argumentando se había salvado de que le gustaran los hombres. Los demás días eran para festejos con licor y alumbre.

– ¡Gancho Cotto Morales! volvía a gritar don Julio, y “El gancho “ (por cascorvo) ya tenía veinte años de enterrado por un mal trago durante una pancreatitis.

Platicaba con los espectros de La Lora Gorda y del Gancho Cotto Morales que llegaban puntuales en horas de la mañana, cada uno con una botella de licor de caña, bebían con él en hologramas sincronizados, incluso se materializaban para comer boquitas de mangos. Después lo dejaban durmiendo a mona y se iban platicando de modernizar los alambiques de la muerte.

La bullaranga del mercado seguía igual, hasta los nietos eran muy similares a sus abuelos que don Julio los confundió con los abuelos, pero ellos se acomodaban a los recuerdos, le seguían la corriente, lo trataban de vos y bebían licor con él y aún jugaban a la pelota con los otros nietos de los bisnietos que él creía que eran los mismos con quienes jugaba cuando él ya era un adulto muy mayor, con siete hijas y tres varones, además de siete nietos y veinte bisnietos.

Después de enmugrecer la ropa jugando a la pelota iba a los puestos de los mercados a botar la basura y esperaba a que los comensales de los comedores dejaran los platos, para comerse las sobras como lo hizo toda su vida.

A veces lo encontraban llorando por un amigo que había muerto en la guerra civil, lo llegaban a consentir con un bisnieto del amigo que era idéntico incluso en la voz; hablaban de los recuerdos de antaño, de los burros que rifaba el padre antecesor del Padre Manuel, de los cerdos de a peseta, de la semita de a diez centavos, los refrescos de horchata de morro con jarabe de piloncillo a cinco centavos la guacalada con hielo picado.

De las mujeres de a tres pesos que perseguían durante las parrandas en la “Góndola de Venecia”, que fue un burdel de mala muerte a la orilla de la barranca.

Hablaban de los tiroteos de la guerra de Sandino y Farabundo, de los nuevos tiroteos por los bisnietos de Farabundo, de Nicaragua liberada, de la Habana Cuba con los sones de la Sonora Matanzera, bebían por los nuevos tiempos en el recuerdo.

Hasta que se dormía con la cubeta de las sobras de las comidas, entonces lo llevaban en una carretilla de mano hasta su casa y lo guardaban en un tabanco elaborado con llantas viejas y fierros de los carros oxidados. De manera que parecía un chango en una jaula voladora.

Por las mañanas daba gritos diciendo: miii cafeee, miii cafeee-, para que lo bajaran y le llevaran el tazón de barro con café espeso, caliente y un pedazo de salpor de arroz, lo bajaban con un lazo y lo iban sentar a la acera, cerca de los perros que retozaban con él, donde reparaban los vehículos.

Lo amarraban con una cadena para no perderlo de vista pero siempre se les iba arrastrando una rueda por la incontenible costumbre de tomar licor después del café, llegaba a platicar con los borrachitos nuevos que bien podían ser sus bisnietos y eran los únicos que se acercaban a su realidad del antepasado, pues confundía la guerra de 1932 con los acontecimientos de 1978 a 1992, hablaba de los disparos de los helicópteros que confundía con gigantescas libélulas, las identificaba como dragones voladores con los fuegos fatuos de las noches y los cantos de las lechuzas.

– Mira Agustín, decía, te acuerdas de cuando jugábamos 31 con las cartas a centavo el juego; y con los dados cargados le ganábamos al Padre María Antonio del Altar las limosnas! Y de las borracheras con los integrantes de la banda regimental de la primera brigada de artillería. Qué tiempos esos, por una moneda de diez centavos de plata comprabas un lomo de res y te sobraba para comprar un sombrero.

Agustín había sido un cuatrero hermano de su mujer que había muerto a tiros por llevarse cuatro vacas de un alcalde.

Se empinaban la botella de licor y al estar dormido lo volvían a meter a una carretilla de mano en que transportaban la carne descuartizada de los cuches, y lo llevaban a su casa, en donde despertaba llorando por su abuelo y todos los borrachos que fueron amigos de parrandas, jugadores de chivos, lloraba por las mujerzuelas de la “Góndola de Venecia”, que se fueron con sus corotos y alcancías para Guatemala en donde, según cuentan, pagan bien los servicios sexuales.

Lo volvían a meter en su jaula para el siguiente día volver a comenzar a reconstruir otra vez la misma mica hidráulica de hacía cincuenta años y jugar fútbol gritando: ¡maleantes! ¡son unos maleantes!-, porque recordaba que le habían hurtado la comida para los perros hacia exactamente cincuenta y cinco años, cinco meses y tres días.

El día que no gritó ¡mi cafee! nadie se sorprendió, pensando que a su edad debería dormir más horas. Pero cuando fueron a la cocina a buscar la leche con el café y el pan con la chanfaina en tomatada, no encontraron nada y las cocineta a keroseno de un quemador estaba fría, los platos sucios, entonces lo fueron a buscar al techo donde dormían los gatos, pero el bisnieto menor lo vio que aún estaba envuelto en una toalla en el tabanco y no se movía ni hablaba.

Entonces bajaron el lazo de pita y lo “sarandearon” y vieron que las cucarachas se lo estaban comiendo vivo porque se durmió con un trozo de pan de dulce. Lo fumigaron y lavaron con jabón de azufre, le dieron a beber café a sorbos pequeños y licor en pacha con biberón. A los tres días estaba celebrando con una buena borrachera y atole de elote la sanación con licor de cantina.

Duró una semana la parranda con música de combos y la banda regimental tocando cumbias, hicieron licor clandestino con los enormes marañones y llegaron a la fiesta todos los fantasmas de los difuntos amigos de borracheras.

Se llenó de fantasmas la casa, le llevaron licor clandestino de los alambiques del infierno las calles donde deambulaban compartiendo con don Julio pero nadie más los veía.

Él estaba tan contento que decidió mandar a buscar las sobras de las comidas para darle de comer al fantasma del “Dingo”, el perro que tenía cuarenta y cinco años de muerto, pero que lamia con ganas el plato de peltre con chanfaina.

Lo quiso tanto que decidió prolongar la fiesta para tenerlo más tiempo pero los fantasmas de los borrachos le dijeron que los difuntos tienen límite de tiempo para compartir con los amigos y hacerles compañía.

Se puso otra vez los lentes de inútil y siguió arreglando la mica por el temor a estar en un lugar desconocido, el lugar de la novena puerta hacia el infinito. La fiesta de la música con cumbias de la banda regimental se fue alejando con los miles de fantasmas y detrás iba el perro, que era el que lo debía de ayudar a pasar el río de la barca por dos monedas de plata.

Pero su misión era resistir y estirar el hule del tiempo para contar las historias, vidas, miserias y pobrezas de los borrachos haraganes de la ciudad de Mejicanos.

Resucitando los mitos leyendas y verdades que aún quedan en el tintero muchas como para escribirlos en un solo ejemplar.

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